Desde la infancia nos han inculcado la idea de que hay que ir con la verdad por delante, pero lo cierto es que la mentira ha estado siempre presente en la historia de la Humanidad. En las épocas más remotas, los hombres primitivos tenían que engañar a las fieras y a las tribus enemigas para procurarse cobijo y alimento y, curiosamente, muchos miles de años después continuamos mintiendo, ya no para cubrir nuestras necesidades vitales más básicas, pero sí para lograr la aceptación del grupo, un mayor prestigio, un puesto de trabajo reconocido…
También mentimos para aparentar lo que no somos o no tenemos, para ajustar nuestra realidad a un escenario más apetecible y para no enfrentarnos a algo que nos hace sufrir o que nos exige un esfuerzo extra. Diversos estudios realizados por el psicólogo e investigador de las emociones Paul Ekman concluyen que, en general, las mujeres mienten para proteger a otra persona, los hombres para mejorar su imagen y los niños, para evitar un castigo. Sea como sea, la realidad nos demuestra que generaciones tras generación seguimos recurriendo a la mentira, y a la vista está que su uso nos ha resultado de lo más práctico. Tanto es así, que los primatólogos Richard Byrne y Andrew Whiten se atreven a relacionar el origen del intelecto humano con la capacidad para manipular y engañar al otro. Según sus investigaciones, la selección natural favoreció a los individuos más astutos, a los que mejor disimulaban, a los que más mentían… “Empleando estas artimañas, lograban convertirse en líderes del grupo y alcanzaban más éxito social y reproductivo”, aseguran. Por su parte, el profesor de Antropología Volker Sommer, en su obra Elogio de la mentira, también señala algunos beneficios físicos de mentir,: la relajación por haber salido del paso, la satisfacción por haber sabido convencer al otro, la sensación de control y de superioridad ante los demás…
Los secretos de familia generan estrés
A la vista de estos datos tan “positivos”, ¿merece la pena inventar? ¿Beneficia nuestra salud mental e incluso física, con las consecuencias que tiene el estado de relajación antes mencionado? Los psicólogos y psiquiatras no se atreven a dar una respuesta rotunda a esta pregunta, pero sí están de acuerdo en que la decisión de mentir o no depende de dos factores: de cada persona y de cada circunstancia. La psicóloga clínica Concepción Ocaña detalla: “Hay personas muy rígidas que por educación o por convencimientos religiosos se sienten obligadas a decir siempre la verdad, aunque hagan daño al contarla. Han sido educadas así, y si cuentan una mentira se sienten tan invadidas por el sentimiento de culpa, que prefieren no mentir nunca. En cuanto a las diversas situaciones, jamás debemos mentir para eludir las consecuencias de una mala conducta nuestra y culpar de ella a otra persona, ni inventarnos algo de alguien con el objetivo de que sea rechazado por la comunidad. Sin embargo, si con una mentira piadosa podemos evitar una buena dosis de sufrimiento, ¿por qué no emplearla?”.
Es evidente que la mentira forma parte de nuestra cotidianidad… incluso aunque no contemos embustes. Esto es así porque el acto de faltar a la verdad no consiste solo en decir algo que no es cierto, sino en ocultar las certezas, poner una falsa sonrisa o adoptar posturas que aparentan lo contrario de lo que sentimos. El filósofo David Livingstone Smith (uno de los estudiosos de la mentira más célebres del mundo) asegura que mentimos de una manera tan natural como sudamos y que cada día, entre las trolas que relatamos, escuchamos y leemos, llegamos a las 200.
Esta práctica carece de imporrancia la mayoría de las veces (decir a un vecino que se ha interesado por nosotros que nos va fenomenal, cuando en realidad estamos hechos polvo, facilita nuestra relación social y protege nuestra intimidad), sin embargo, según la psicóloga Isabel A. Wagener: “El problema surge cuando debido a nuestra inseguridad y a nuestra necesidad de sentirnos aceptados, mentimos de continuo. Llegados a este punto, mentir ya no reporta los beneficios antes citados, sino que nos obliga a mantenernos siempre en estado de alerta, a emplear toda nuestra energía en no quedar al descubierto; y esto conlleva un desgaste constante que resulta agotador”. Coks Feenstra, psicóloga infantil, insiste: “Los grandes secretos de familia impiden alcanzar la felicidad. Por ejemplo, al no decir a un niño que es adoptado, los padres siempre están en tensión, con miedo a que el pequeño descubra la verdad. Y el crío tampoco se siente relajado y a gusto, pues vive con la angustia de que ocurre algo”. La OMS alerta de que el estrés es uno de los grandes riesgos para la salud, ¿por qué no atenuarlo con unas pinceladas de verdad?
Entendido, ¿pero cómo lo hago?
El profesor de Psicología R. Edward Gaiselman, de la Universidad de California (EE. UU.), subraya que mentimos más cuanto más rápido actuamos, cuando no nos damos tiempo para pensar. Por el contrario, si nos procuramos unos instantes para cavilar y argumentar las cosas, nos mostramos mucho más sinceros y hablamos más lento, con más paz… y verdad. “Mostrarnos como somos ante los demás, sin miedo a las posibles críticas, es lo que crea vínculos auténticos, reales y duraderos entre las personas”, concluye el tamién profesor Volker Soomer.
Fuente: El País